Mensajeros by Francisca Solar

Mensajeros by Francisca Solar

autor:Francisca Solar [Solar, Francisca]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 978-956-9962-45-5
editor: Planetalector Chile
publicado: 2018-03-09T00:00:00+00:00


V

Secretos de dos, no son de ...

…Dios (dicen), y si seguimos el mandato, seguro los gemelos Bohn se irían derecho al infierno. ¡Vaya que tenían secretos! No socializaban porque se sentían superiores al resto, o eso al menos era lo que pensaba Oleandro cada vez que debía ir a alguno de sus departamentos a dejar pedidos del supermercado y escuchaba sus quejas.

Fue la misma impresión que le dio cuando los hermanos entraron a su dormitorio, casi sincronizados, sin tocar la puerta y hablando a viva voz. Doña Jurta abrazó el canasto como si se viniera un vendaval y Lucio calló su llanto tan rápido que el conserje creyó que se había asfixiado.

—Yo lo sé, y te lo dije primero —carraspeó Flavia, la primera en asomar su abundante pelo negro tras la puerta. Ostentaba un exagerado peinado, como si hubiese metido los dedos en un enchufe, y una túnica azul muy ancha para disimular los kilos de más.

—Por supuesto que no. Yo lo pensé antes, solo que no te lo dije —le contestó Flavio, idéntico a su hermana, tanto en estatura como en el sobrepeso, salvo por el peinado: él mostraba una calvicie casi completa.

Flavia era la dueña del departamento n° 3, y Flavio del n° 4. Dos puertas frente a frente. En sus entradas lucían un limpiapiés exactamente igual, uno verde y el otro rojo, y ambos tenían una estampita milagrosa bajo el visor de la puerta: él del Sagrado Corazón de los Rayos, y ella de la Virgen de Fátima. Trabajaban juntos en la escuela del barrio, encargados del departamento de Historia y Matemáticas, respectivamente, pero jamás se cruzaban en las salas de clases ni en los pasillos ni en la cafetería, ni siquiera en las reuniones de apoderados (se las arreglaban para excusarse por problemas de salud, generalmente estomacales). Así, menos iban a querer toparse en el edificio donde vivían. No habrían sabido que el otro continuaba vivo si no es porque elegían los mismos horarios para sacar la basura: martes y viernes a las siete de la tarde. Se odiaban, en términos simples, pero según don Busiris, eso no era odio, sino más bien unos celos no resueltos que se remontaban a la época en que compartieron el vientre materno.

Verlos juntos —aunque discutiendo— era emocionante e irreal a la vez. Hasta eso había logrado la intempestiva llegada del pequeño Lucio.

—Mentiroso, ¿quién puede leer el pensamiento? Si no lo dices, no vale —siguió alegando Flavia.

—¡La mente es más rápida que la boca! —exclamó Flavio, seguro.

—¿Vas a seguir discutiendo? Yo digo que deberíamos llamar al consejo vecinal para decidir.

—¿Decidir qué?

La anciana del n° 2, todavía arremolinada en torno al canasto, levantó la voz en tono amenazante. Oleandro podía asegurar que jamás había visto a doña Jurta tomando una posición tan dura, ni siquiera frente al pastor alemán del teniente Olivos mirando a su gato como posible almuerzo.

Los gemelos cerraron la puerta tras ellos. Flavia puso las manos en las caderas y Flavio las cruzó sobre su pecho.

—Sabemos de quién es el niño —dijeron a coro.



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